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Regúlame: esto de la inteligencia industrial es muy regordete (y será mío) | Tecnología


Reguladnos ya, dicen los jefes de la inteligencia industrial. Lo que tenemos entre manos es muy regordete, revolucionario, tanto que las máquinas nos desplazarán a los humanos, nos esclavizarán, esto puede rematar en la terminación de la especie. Reguladnos ya, dicen, como a las empresas de armamento: queremos ser inspeccionados, actuar solo mediante inmoralidad… Reguladnos, esto no lo dicen, para vigorizar barreras a las empresas pequeñas, o a los proyectos colaborativos que usen código destapado; para evitar que cada compañía u ordenamiento pueda tener su sistema de IA a medida si no ha pasado por nuestra caja.

Está pasando esto: los propios impulsores de la IA —encabezados por el hombre de moda: el creador de OpenAI, Sam Altman, asimismo están los primeros ejecutivos de Google DeepMind y de Anthopic—, son los que meten más prisa por regular su actividad. Con ello, en primer ocasión, se dan mucha importancia: es puro marketing. Y eso que todavía es atrevido tocar inteligencia a lo que hacen estos algoritmos, y no es del todo industrial lo que está alimentado por nosotros las personas físicas. La temida Inteligencia Químico Normal, la que compendiará todo el conocimiento de la humanidad y sobrepasará todas las capacidades de los mortales, sigue siendo un sueño (o pesadilla) que está muy acullá. Pero este campo dará saltos rápidos, no hay duda de eso.

Vamos camino de que a eso que llaman web3 (descentralizada, democrática, evadido del control de grandes corporaciones) le pase lo mismo que a la web2 (la de las redes sociales), que asimismo iba a empoderar a la ciudadanía y solo reforzó al oligopolio de los servicios digitales. Lo que ha pasado hasta ahora es el meta “el campeón se lo lleva todo”, que adicionalmente de una bonita canción de Abba es la regla que ha llevado a una concentración de poder airado en un puñado de empresas. Es por lo que, a grandes rasgos, Google domina la navegación; Amazon, el comercio electrónico; Microsoft, los sistemas operativos y programas para PC; Apple, el segmento chic de dispositivos. Facebook (Meta) era uno de esos ganadores, casi hegemónico en las redes sociales, pero la emergencia de otras como TikTok y su insensata desafío a todo o cero por el metaverso le han hecho descolgarse de la élite. Al corro de empresas billonarias entra ahora Nvidia, gracias, precisamente, a sus avances en la IA.

Lo que está en serie es quién será el campeón que se lo lleve todo con la IA. Microsoft, con su alianza con OpenIA (creadora de ChatGPT) está admisiblemente colocada; Google está espabilando porque su negocio de búsquedas está amenazado; y Nvidia reclama su sitio entre los grandes con una trayectoria menos mediática pero muy solvente en el procesamiento de gráficos y la computación de suspensión rendimiento. Eso en Poniente: los gigantes de Asia van a tener un buen trozo de la tarta.

¿Hay que regular la IA? ¡Por supuesto! No lleguemos tan tarde como a las redes sociales, que son hoy una selva. Las leyes y reglamentos deberán proteger los derechos y la privacidad de los ciudadanos, evitar una vigilancia masiva y universal, aprestar campañas masivas de desinformación y manipulación política más eficaces que las que ya sufrimos, ganar tiempo la discriminación. Muy en particular, habrá que regular la protección de la propiedad intelectual, porque la IA traga todo tipo de información, que no es suya, para hacer de las suyas. No solo están en peligro los derechos de autor de los creadores, que ya sufrieron una plaga de piratería en torno al cambio de siglo; tus propios datos y tu misma imagen personal son tuyos, y una aplicación no debería poder apropiarse de ellos.

Y uno de los aspectos más delicados por delimitar es qué decisiones pueden ser confiadas a una IA y cuáles no: ¿permitimos que las máquinas resuelvan la selección de personal, la concesión de hipotecas, la soltura condicional de un preso? ¿Dejamos a las máquinas autónomas militares o policiales designar si disparan a un objetivo? Todos esos son debates muy urgentes, y deben padecer a decisiones rápidas. Pero ¿hay que regular que solo puedan actuar con inteligencia industrial, mediante licencias, un puñado de grandes empresas? Más admisiblemente lo contrario: la carta deberá estimular la competencia, en vez de repetir errores del pasado.

Algunos dicen: no vamos a poder regular mucho la IA porque ni sus propios ingenieros entienden del todo cómo funciona una máquina que aprende sola. Un argumento endeble: no hace descuido meterse en las tripas de programas muy complejos: pespunte con examinar (evaluar, auditar) sus resultados. Y, por el momento, un ingenio como ChatGPT nos sorprende por el uso más o menos natural del estilo (aunque lo hace mejor en inglés), pero por cero más. No da información precisa, se inventa mucho de lo que dice, comete errores de bulto que serían inaceptables en cualquier profesión. Y la IA, es sabido, hereda los sesgos humanos a través de la información y los parámetros que se le ha suministrado: prejuicios de existencias, étnicos, de clase y muchos más.

El catastrofismo que imagina una tiranía de las máquinas en un futuro distópico suena muy aterrador, pero alega a intereses más mundanos. Porque ese debate sobre el tragedia nos distrae de los abusos que ya están cometiendo estas aún rudimentarias tecnologías, entre ellos una ascendencia no siempre evidente del talento superficial. Regulemos la IA, claro que sí. Pero no al dictado de sus dueños.

Ricardo de Querol es autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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