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Desnudas frente a la inteligencia sintético | Tecnología


Siempre que entro en modo agorera (una especie Casandra tecnológica), hay un memo que viene a hacerme mansplaining para revelarme una verdad ignota para mí, mujer, que se expresa con palabras contundentes en el foro, reprobándome, sin darse cuenta o dándose, de que me haya arrogado el derecho a plantar la chancla. Esa verdad es que el cuchillo no mata, mata el hombre. Quién podría defenderse frente a estas palabras pronunciadas por macho en el uso de la consejo pública, de su estricta propiedad. Quiénes se han creído los de literatura para llevarle la contraria a los ingenieros, estandartes del progreso tsunámico, inventores de la luz eléctrica y del motor de combustión.

Lo que suele olvidar el memo, como es obvio, es que, si el aparato en cuestión no tuviera un extremo punzante, uno o dos lados cortantes, y no se vendiera en las tiendas de cualquier arrabal, pueblo o pedanía, no sería apto para matar a cualquiera en cualquier momento. Antaño de que el memo, que como buen tonto no se calla ni debajo del agua, me diga que no vamos a prohibir los cuchillos ni le vamos a poner puertas al campo, me gustaría traer aquí la venidero consejo que, sin duda, no le hará cambiar de opinión.

El argumento de “mata el hombre, no el aparato” es usado de forma recurrente por la Asociación Franquista del Rifle estadounidense (pegado con una interpretación extrema de la Segunda Reparación) para evitar la muro de cualquier tipo del uso de armas de fuego. Con tal de seguir haciendo caja, son capaces de echar la pecado al problema de salubridad mental del país (en el que, por cierto, no están dispuestos a gastarse un duro) ayer que inspeccionar que la única función de un pertrechos es herir o matar. No vale para cortar un solomillo ni para destapar una caja a posteriori de una mudanza. Es apta exclusivamente para causar 31.059 muertos en EE UU en lo que llevamos de 2023, según el Gun Violence Archive, una web que contabiliza los muertos por pertrechos de fuego en tiempo actual en ese país.

Como en Europa sí le ponemos puertas al campo (así somos de maniáticos), la posesión y el uso de armas de fuego están fuertemente limitadas porque somos conscientes, precisamente, de que son instrumentos para matar. Es más, en España, según el Reglamento de armas, un particular solo puede poseer o portar navajas o cuchillo de menos de merienda centímetros y con un solo filo; las navajas automáticas y de doble filo están prohibidas, y ningún ciudadano puede “poseer cuchillos, machetes y demás armas blancas que formen parte de armamentos debidamente aprobados por autoridades u organismos competentes”.

Gracias al culmen de la progreso cultural que es el Derecho, evitamos que muchas personas mueran simplemente limitando la disponibilidad de herramientas que tienen la capacidad de matar. A nadie se le ocurre condicionar el número de personas aptas para matar como alternativa al problema porque nos quedaríamos solos. Muchos imaginamos la matanza que sería una reunión de comunidad de propietarios si estas prohibiciones no existieran y, con ellas, la muro de ataque o adquisición de armas o cuchillos aptos para rebanar el cuello al vecino que pone un arcón frigorífico en el trastero.

Pues lo mismo pasa con la tecnología. La hay de un solo uso, marcial, y de doble uso, civil y marcial, como la criptografía; de la que solo se puede usar en entornos de salubridad, bajo prescripción y control de un médico, como una bala de insulina o un marcapasos; o sobre las que pesan prohibiciones internacionales, como la de clonar un ser humano. Cuando somos capaces de analizar los riesgos, somos capaces de limitarlos y gestionarlos a través de la regulación.

Y luego está esa tecnología de datos, comunicación e internet que usa cualquiera porque han nacido, crecido y madurado, silenciosamente, a colchoneta de ciclos de dopamina, aproximadamente de instrumentos a los que no se les ha presumido ningún peligro. Quién sospecharía que hay un peligro existencial en la progreso del teléfono de baquelita o del yeyé maniquí “Autobús”. O quién habría trillado con malos fanales la progreso en ordenador personal de las tarjetas perforadas que permitieron al hombre pisar la cristalera. Nadie. La tecnología es neutra, fría, desapasionada, y, por lo tanto, benéfica. Bueno, sí, los milmillonarios que interrogan a Douglas Rushkoff sobre cómo sobrevivir en sus búnkeres a los Navy Seals contratados para protegerlos.

Esos que se han enriquecido poniendo a disposición de niños de ocho primaveras herramientas que les educa en que los bukakes son una forma frecuente de relacionarse con las niñas; que permiten a adolescentes de merienda primaveras sacarse fotos cada treinta segundos y compartirlas con miles de millones de personas; o los que prestan un servicio gratis de niñera para padres enganchados al WhatsApp. Ellos son los que les culpan por hacer mal uso de apps que, gracias a la democratización de la API de las IA fundacionales, convierten una foto inocente en el desnudo de una beocio de Almendralejo. Los mismos, en definitiva, que han libre para un uso de consumo una tecnología que no debería de acontecer saledizo de entornos profesionales mucho controlados y que no deberían ser operadas por cualquiera.

Puedo esconder una chuche en el maletín nuclear y culpar a mi perra de la cese de la humanidad por acontecer pulsado el botonadura mientras intentaba hacerse con ella. Podría hacerlo, si fuera una milmillonaria psicópata, pero como soy una abogada de vagar por casa, lo que haré es no dejarle ausencia venenoso a su efecto ni usar sus impulsos básicos, precisamente los que yo he entrenado, para culparla por ello. Porque, querido amigo memo, las armas matan y la IA no debería estar accesible para unos adolescentes criados por YouPorn.

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Creditos a Paloma Llaneza

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